Una imagen desde el cielo del vuelo que nos trajo a Barcelona, minutos antes de aterrizar
Tengo que confesarlo. A veces me ahogo en los aeropuertos. Desde que me mudé a Barcelona fui a visitar a mi familia un par de veces y la sensación nunca desaparece. Apenas paso el control de seguridad todo empieza a moverse en cámara lenta y pienso en las miles de historias que atraviesan a cada una de las personas que van a sus puertas de embarque. Hay quienes viajan a ver a su familia después de años, otras que van al encuentro de amigos o parejas, y también están los cruces de océano para despedirse de algún familiar querido, en un vuelo en donde las horas parecen días y las lágrimas no pueden contenerse. Pensar en este cruce de historias me abruma.
A lo largo de mi vida cambié de colegio varias veces y me mudé otras tantas entre provincias de Argentina. Pero migrar se vive distinto. Para explicarlo gráficamente, mudarte de país se siente un poco como tener todo el tiempo la cabeza dividida en dos. En mi caso, en una mitad —sin ningún orden en particular— tengo cosas de Argentina y en la otra, de España. Por ejemplo: durante los primeros meses en Barcelona, no podía despegarme de la TV de allá. Tanto miraba lo que ocurría en mi país, que no me enteré de un paro de buses en Barcelona y me quedé esperando a mi colectivo (como le decimos los argentinos al bus) por más de 30 minutos, preguntándome por qué no aparecía.
Cada vez que llego a Buenos Aires, le mando un mensaje a S. diciendo: “Ya estoy en casa”, pero lo mismo hago con mi familia cuando pongo un pie en Barcelona. Siento que tengo dos casas y grupos de amigos acá y allá. Lo único que se mantiene constante, esté donde esté, es esa sensación de felicidad que siento en el pecho cuando, faltando 10 minutos para aterrizar, miro por la ventana y empiezo a reconocer lugares. En el caso de Buenos Aires, Ciudad Universitaria. En Barcelona, la playa.
Cuando me mudé a España no me tomé el tiempo de digerir el shock de la migración. Mandé mis pensamientos al cajón de la cabeza en el que se meten las cosas para no pensar demasiado y tiré la llave a un lugar donde sabía que no iba a ser fácil de encontrar. Pero, en algún momento tu propia mente te traiciona y por más llave que pongás, la puerta siempre se abre: el trabajo de empezar a procesar todo te alcanza y ya no podés mirar para el costado.
Me fui dando cuenta de que no me pasa solo a mí. “Nadie habla de cuánto se extraña a nuestras mascotas al migrar”, me dijo Mafe en junio de 2024. Y es verdad. Tampoco se habla de las paranoias de quien emigra. Ya perdí la cuenta de la veces que atendí el teléfono diciendo “¿Qué pasó?” y que del otro lado me respondan “Nada, hija. Llamábamos para ver cómo estabas”.
No me malinterpreten. Migrar también tiene su magia. Todo se vive más intensamente y hay recuerdos que quedan tatuados para siempre. En mi listado está la vez que caí de sorpresa en lo de mis viejos y sus expresiones de emoción al verme. Creo que ese instante no lo voy a borrar jamás de mi memoria. De este lado del mundo también pongo en el ranking el primer día que pasé en Barcelona o cuando nos dieron las llaves de nuestro piso y me senté en el suelo de un lugar completamente vacío, solo con la computadora.
Mudarse de país y descansar (o tomarse una pausa) tienen algunas cosas parecidas. En ambas hay incertidumbre y en las dos hay que navegar aguas desconocidas.
Cuando migrás a un lugar que vos elegiste, al principio pasás por tres fases: la revolución de los primeros días donde vivís como turista, la etapa del “Qué carajo hago acá” y el momento del “Amo mi barrio y mi nueva ciudad”. Estas fases siguen un primer orden lógico, pero cada tanto las volvés a vivir de modo desordenado. Y en ese recorrido de avances y retrocesos, de amor y extrañitis, hay demasiada belleza y anécdotas para las que las palabras a veces no alcanzan.
En toda migración siempre existe una cuota de nostalgia. Cuando vas de visita sabés perfectamente que volvés a tu casa, pero también regresás a un lugar que cambió. Es una nostalgia un poco contradictoria. Cuando te reunís con aquellos que querés, sentís que el tiempo no pasó, pero tu vida ahora transcurre en otro lugar, está atravesada por otras rutinas y tus amigos y familia también construyeron nuevos y distintos recorridos en tu ausencia. Y nada de esto es malo, solo distinto. Simplemente cada uno siguió con su vida, como vos hiciste con la tuya.
En la pausa ocurre algo similar. Cuando empecé a recorrer este camino, un poco quería ser la Romina de los 20, que nada sabía de ir en piloto automático. Sin embargo descubrí es que, por todo lo vivido, había nacido otra versión de mí. Ni mejor, ni peor, simplemente distinta. Una nueva versión con la que estoy muy contenta y a gusto. La nueva Romina ahora sale a caminar siempre con algún libro para leer en un café random o se sienta en alguno de los miles de bancos que tienen las hermosas calles de Barcelona, solo por el placer de sentarse y ver a la gente pasar.
Tanto la migración como la pausa están atravesados por los “No sé”. Frente a la pregunta de cuándo volvemos a Argentina, con S. jamás damos una respuesta certera. En nuestra cabeza, y entre nosotros, repetimos convencidos que en algún momento vamos a regresar, pero no sabemos cuándo. Eso nos da tranquilidad, porque el discurso del “No sé” sirve de anestesia a nuestras cabezas.
En la pausa también: arrancás teniendo un par de certezas y de a poco todo se va transformando. Mi idea en mayo del 2024 era tomarme un descanso y trabajar medio tiempo hasta después del verano. Llegó el verano y lo extendí hasta diciembre. Hoy estoy por cumplir ya un año con el mismo esquema.
Cuando era chica y nos mudábamos siempre me ponía contenta. La primera noche en una casa distinta, el primer día de colegio, otras amistades… Sentía que todo era un nuevo capítulo que yo podía escribir desde cero. Y eso me emocionaba. Tenía la posibilidad de construir una versión mejorada de mí misma, con los aprendizajes anteriores y con nuevas energías. Migrar y hacer un break en tu carrera tienen mucho de eso. En los dos hay momentos en los que vuelvo a decir “Qué carajo hago acá”. Y precisamente en esa frase está la magia, la belleza inexorable de lo nuevo.
¡Hasta el próximo jueves!
Que lo di saber que no soy la única que vuelve a preguntarse “qué carajo hago acá?” Como si fuera un problema. Tiene cierto placer navegar las preguntas sin respuesta ❤️ Gracias por ponerlo en palabras tan lindas
Maravilloso relato, por momentos estuve allí en esa ciudad, y recibiendo esos llamados telefónicos, con la misma respuesta que me dan mis hijos. :)