“Hoy me siento en expansión”, le digo a Romi cuando el día pinta bien. “Hoy todo ha sido una mierda”, le digo cuando no pude concentrarme y di vueltas como gallina clueca todo el día.
Hoy vino Diani a almorzar, asamos un plátano maduro, hay yerberas amarillas en el florero e hice una buena entrevista por la mañana. Es uno de los días buenos, un gran día de hecho para enfrentarme a una página en blanco.
Así que te voy a contar la historia de cómo yo, una adicta al trabajo, me tomé una pausa profesional. La primera de mi vida.
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Este texto va un poco sobre querer estar, y encontré esta frase hermosa de un libro que me recomendó Diego, Poeta Chileno.
“Generalmente Carla quería estar donde estaba y quería ser quien era. Dicen que eso es la felicidad: nunca sentir que sería mejor estar en otra parte, nunca sentir que sería mejor ser alguien más. Otra persona. Alguien más joven, más viejo. Alguien mejor”
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En junio del 2016 desarmé mi casa y subí a mi perra y mis maletas en un Nissan Sentra del 90 para irme a vivir a Nicoya, una pequeña ciudad en el Pacífico Norte de Costa Rica. Me habían dado un rol como editora en un periódico impreso de 4.000 ejemplares al mes. Allí contaba y editaba historias sobre la provincia, dirigía un equipo con el que comíamos pan dulce con café a las 4 p. m. y con quienes mandábamos a traer pizza en las noches largas de cierre de edición (not cool)
Estaba en mis 20s tardíos y los horarios laborales me parecían un invento de los vagos. No había en mí una pizca de preocupación por descansar, por mi salud mental o física. Lo tenía todo. Cuando le contaba a otros periodistas, en cualquier país del mundo, cómo era mi vida, no me lo podían creer: “Tan joven y ya tenés el trabajo soñado”, decían.
Sí, de verdad lo tenía todo, incluyendo una colitis punzante que yo ignoraba olímpicamente. Me daba igual estar enferma. Siempre sentía esa urgencia de contar la siguiente historia, de trabajar en el siguiente proyecto. A veces terminaba de escribir una propuesta a la media noche y sentía que podría seguir hasta el amanecer.
Entré por la puerta de esa oficina en junio del 2016 siendo una persona que también era periodista. Seis años más tarde, ya prácticamente solo quedaba la periodista. Me parecía sumamente egoísta ser yo misma en perjuicio de mi yo trabajadora. En el medio, es posible que también juzgara a quienes sí se querían tomar un descanso.
Suena tétrico pero para mí era una vida completamente aceptable. Disfrutable, incluso.
La noticia que lo cambiaría todo llegó en un correo de lo más normal a las 11 a. m. de un martes pandémico. Yo no me había bañado. El email decía “We are delighted to inform you…”. Era la beca. De un año. En Reino Unido. Empecé a sudar frío.
Después de saltar y bailar, me pareció que era imposible dejar de vivir esa vida que yo había diseñado con tanto esmero para mi otra yo, la periodista, la trabajadora. Me prometí (le prometí a ella) que regresaría allí mismo en un año. No me cabía la menor duda.
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Brighton me recibió en noviembre del 2020 con un sol poco común y los gritos apabullantes de las gaviotas blancas, esas ladronas de fish and chips que se convertirían en mi objeto de contemplación obsesiva. Me instalé en una casa victoriana partida en departamentos y al poco tiempo ya tenía un grupo de amigas entrañables con quienes nos veíamos al aire libre (covid times) para poder pasar tiempo juntas.
Lo había planificado por años: invertí en mi inglés enclenque, hice dos o tres fellowships y conferencias por año, me inventé proyectos que se parecieran a lo que quería estudiar. Y por fin estaba allí, mirándome en ese gran espejo de mi nueva habitación que es como decir: mirándome en ese gran espejo de haber alcanzado tu sueño más grande. ¿Y ahora qué?
No sé si fue la pandemia, la convivencia intensa con las chicas, la sensación de logro de estar allí… pero cada día amanecía con más ganas de ser un poquito más yo (¿quién era esa?). Alguien que salía a trotar por el seafront sin importar si eran las 12 o las 3, alguien que pasaba las mañanas en simple y llana observación de transeúntes (y de gaviotas), tomando un café frente a la ventana. Por primera vez en años tuve tiempo y flexibilidad para explorarme, y descubrí a alguien que quería estar allí y no en ningún otro lado.
No te miento: también estudié un montón, trabajé duro, y tuve que tomar mucha vitamina D para enfrentarme a esa nube gris que consume todo en el invierno inglés. Pero de todo ese tiempo, lo que más recuerdo es descubrirme como alguien más: una buena amiga, una host dedicada, una loca que se enamoraba y desenamoraba fácil mientras caminaba por las callecitas de los Lanes.
Entonces no te sorprenderá si te digo que no regresó. La que se fue de Nicoya nunca volvió. Me lo habían dicho un millón de veces y jamás les creí. Me decían que un año de pausa por estudios te reconstruye hasta los hilos más finos de tu arquitectura vital. Me lo cantaron tan claro como el mono congo que me despertaba todos los días a las 5:30 a. m. en Nicoya: no vas a regresar.
Dicho de otro modo, en enero del 2022 regresé, pero cambiada. Me quería más, me cuidaba más, me alimentaba mejor. Cuando entré en la típica depresión leve por el regreso, me traté con cariño, me llevé al terapeuta, me di permiso de estar triste. No sé si fui mejor jefa, pero sin duda fui menos tóxica y traté a los demás como me estaba tratando a mí misma. Cuando supe que Nicoya, por algún motivo, ya no era mi casa, y que era hora de partir, me lancé al agua y apliqué a trabajos que me volvieran a dar ilusión. Y empecé, otra vez, la migración.
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Hay pausas que se planifican por años, incluso sin saberlo (una maestría, un sabático para escribir un libro, un cambio de carrera). Otras que te toman por sorpresa (algunas maternidades o paternidades, un cambio de rumbo inesperado). Hoy escribí sobre la primera porque la segunda se siente mucho más incierta y abrumadora. Y porque siempre es lindo recordar aquellos días comiendo pasta con camarones mientras poníamos Gilmore Girls en la tele y escribíamos ensayos.
Seguramente hay mucho de cierto en lo que me dijo una vez una entrenadora: que los músculos necesitan trabajo duro y luego uno o dos días libres a la semana. Es en esa pausa cuando toman oxígeno y crecen.
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Si te sentiste identificada, me encantaría leer tu experiencia. Si no, contanos: ¿qué otros temas te gustaría que tratáramos en este newsletter? (A nosotras nos encantaría contarte sobre nuestras migraciones, sobre cómo sostener financieramente una pausa profesional y cómo repensarte en el proceso)
¡Hasta la próxima semana!
Lo más bonito que le puede pasar a una lectora, es verse reflejada en casa palabrita. Y salvando las cercanías con esta historia, bien podrían ser algunas partes extractos directos de mi vida (que lo son 😅) porque siento que es inherente a muchas de nosotras eso de no saber, no entender cuando hay que seguir y cuando hay que parar
Valiente, corajuda e inspiradora. Historia real, de las que gustan leer! cómo sostener financieramente una pausa profesional y cómo repensarte en el proceso es un temon!