Cuando acaba la hora frenética del almuerzo en casa de mi familia, se abre una nueva dimensión espaciotemporal. Mi tía sube a la segunda planta, abre todas las ventanas y se echa a dormir boca abajo en un colchón inflable. Mi madre se prepara un café y se dispone a mirar los colibríes en el patio. Mi tío enciende la tele en volumen bajo, recuesta la cabeza sobre su brazo izquierdo, dobla una rodilla, extiende la otra y ronca. La nana columpia a la niña para que no despierte a nadie. Todos, de una u otra forma, pausan el rodaje. En ese sopor entre el mediodía y las trece horas, la vida de mi familia no transcurre, no sucede: se detiene.
Es una quietud inusual. A esta casa de cuartos añadidos no la despierta el sol sino los gritos del tenedor sobre la sartén, el concierto madrugador de las ollas. Mi tía y mi madre ronronean cuentos del barrio en susurros, como para no despertar a nadie —como si al mismo tiempo no pusieran a aullar a la licuadora. Podríamos incluso decir que son ellas quienes despiertan a los gallos y no al revés.
Con las horas se abre el negocio, se lleva a la niña a la escuela, se lavan toneladas de platos, se almuerza, se toma café con pan dulce… trabajan todo el día, pero sospecho que lo que le permite funcionar a esta minúscula máquina filial es la hora de la siesta. Tras una investigación empírica de décadas, parecen haber descubierto la fórmula para mantener a una familia de tres generaciones cuerda: pausar un rato.
Me fui de casa muy joven, a los 17 años y cada vez migro más lejos. Es decir, regreso con menos frecuencia. Cuando has pasado más de la mitad de tu vida fuera de esa convivencia, tu familia deja de ser tuya. Comienzas a mirarles desde afuera, abstraída, asombrada, como si tuvieras un brazo inmóvil y lo observaras con curiosidad y un poco de desesperación. Querés mover cosas, pero ahora ese brazo tiene vida propia, y no depende de mí.
“No depende de mí”, me repito constantemente. No dependen de mí: los pequeños padecimientos de los adultos mayores de la casa (¡en qué momento comenzamos a decirles adultos mayores!), la cantidad de carbos versus protes que se consumen, las decenas de futuros alternativos que podrían configurarse dentro de estas paredes –que alguno de los tres muera inesperadamente, que por el contrario vivan hasta los 100 años todos, o que quizás solo vayan acabándose de a pocos, uno a uno.
Quizás esta es mi forma de decir que cuando migras y regresas de visita, el paso irremediable del tiempo te golpea en la cara. Notás cómo de un pronto a otro comienzan a darle preferencia de viejos a tus padres sin siquiera pedirles la cédula de identidad para asegurarse de su edad, lo mucho que creció tu sobrina en unos meses, lo largas que están las flores colgantes en el jardín.
En uno de esos días de visita, regresé de la calle y lo encontré todo en silencio. El negocio cerrado, los carros casi flotando, los pocos miembros de la familia despiertos, levitando para evitar el ruido de sus passos. Y entonces me eché, yo también, a descansar.
Si un día estás en Costa Rica:
Salí siempre con sombrilla, aunque el sol brille intensamente. En cualquier momento comienzan a caer gotones y te toca escampar en una acera (qué linda es la palabra escampar, ¿no?)
Pasate unos días en San José en marzo. El espectáculo de robles sabana adornando bulevares no tiene precio (lo que sí tiene precio son los bares y cafecitos gentrificados en los que me gasté el presupuesto de vacaciones de todo el año. Cada vez hay más, uno más inaccesible que el otro. Son lindos, pero hay que preparar la billetera)
Hablá con las señoras que hacen fila. No hay nada más lindo que escuchar las historias de las señoras que esperan el bus en un parque.
Con Romi siempre hablamos sobre esas pequeñas cosas que nos ha dejado la pausa. A mí me dejó la capacidad de admirar cómo descansan los otros.
Y vos ¿cómo descansás?
Hasta el próximo jueves,