“So just tell me what to do. Just fucking tell me what to do, Father”. Fleabag.
Hay una escena recurrente en la serie Jane the Virgin en la que la abuela, Alba Villarreal, le muestra a Jane una flor blanca y le asegura que esa es su virginidad. Cuando se le ocurra tener sexo, la abuela se dará cuenta porque la flor –que está estampada en la pared como recordatorio de su promesa– se marchitará sin remedio.
En otra escena, en un arrebato de pasión y hormonas, Jane se revuelca con su novio de años en la cama, pero mira la flor y se detiene antes de cometer el acto: no le puede hacer eso a su abuela. La historia va de que Jane, que tiene 23 años y nunca ha tenido sexo, queda embarazada por un error ginecológico (alguien le hizo fertilización in vitro confundiéndola con su verdadera paciente). A partir de entonces, la protagonista sigue defendiendo su virginidad sin importar cuánto hombre guapo se le ponga por el frente.
Alba Villarreal bien podría ser mi abuela. La mía se llamaba Esperanza, y, como Alba a Jane, me educó para ser una niña buena. Para ir a misa sin chistar. Para nunca-jamás-por-nada-del-mundo tener sexo antes de casarme. Tal vez por eso tengo el olfato tan afinado para identificar a otras que han sido educadas para mantenerse fieles, para no ofender a nadie, para hacer caso. Sobre todo para eso: para hacer caso.
Las niñas buenas nos portamos bien, estudiamos para tener buenas notas, nos queremos llevar bien con todo el mundo —se nos abre una úlcera si alguien nos mira feo— buscamos ser lindas, sí, pero con moderación, como para no insultar a nadie. Nos enseñaron a no usar enaguas cortas para no tentar al diablo, a comer con la boca cerrada, a que las mujeres se ven feas diciendo malas palabras. No tuvimos sexo hasta que fue prudente. Nos graduamos con honores de la escuela, el cole, la universidad. Seguimos al pie de la letra la receta: conseguimos un buen trabajo, ahorramos. Nunca reventamos una tarjeta de crédito, jamás la cagamos con el novio correcto, no llegamos pasado el curfew. Hacemos lo que se supone que deberíamos estar haciendo: todo bien, todo en orden, todo perfecto. Obedientes, suavecitas, secretariales. Virginales.
Al principio le hacemos caso a madre y abuela. Luego a profesoras, jefes, y quizás, a una pareja. Yo, además, le hice caso a los amigos hombres. Los que decían que qué feo ver a una mujer fumando, los que disfrazaban su lobo machista de cuidados paternales, los que advertían a mis novios que debían “cuidarme y respetarme” so pena de un buen sopapo. Recuerdo particularmente esta frase que me dijo uno de ellos antes de que cumpliera dieciocho y me fuera del pueblo: “Las mujeres que se van a San José a estudiar se vuelven unas zorras”.
Me fui a la capital teniendo cuidado de su advertencia, proponiéndome que le demostraría a todos lo contrario.
Luego me hice periodista, con la carga irreverente y arriesgada que el oficio supone. Tomé una sala de redacción en un pueblo bastante rural, entrevisté presidentes, dí conferencias, migré sola. Tuve novios. Dejé de recordar la promesa hecha a mi abuela y las advertencias absurdas de mis lobos disfrazados de amigos. Y pensé que me había curado. Creí que ya no era una niña buena.
No es sino hasta ahora, que he intentado sacar la cabeza de la industria para tomar un poco de aire, que me doy cuenta. No me curé. Salí del cuerpo de la niña buena, pero ella no salió de mí. Allí está todo el tiempo recordándome que tengo que ser obediente, seguir el camino trazado, obligarme a respetar las normas. ¿Cuándo vas a regresar a la industria?, me pregunta. ¿No crees que se te está haciendo tarde? ¿No te estás tomando demasiado tiempo?, me susurra por las noches para dejarme sin dormir.
Confieso que estoy harta.
Te lo digo temblando de rabia con una jarra de tilo en la mano. Te lo digo calmada, con la taza de tilo ya vacía. Te lo digo desde el privilegio de poder estarlo: muchas no pueden darse este lujo.
Me harté de tomar decisiones pensando en eso que otros quieren de mí. De solo hacer cambios de carrera que tengan sentido para quienes me observan desde afuera. Me cansé del miedo a que la industria me desprecie, a pesar de mis años de experiencia y dedicación, por no seguir el camino trazado, por tomarme un momento para descansar, por no empezar a enviar pitches e historias ni bien me tomé la pausa —como me sugirieron varios de mis colegas, llenos de buenas intenciones.
Después de tantos años derribando barreras de la mano de mis amigas, combatiendo estereotipos con ellas, trabajando para nunca más meternos en cajitas prediseñadas, he llegado de nuevo a la misma intersección: o sigo el camino que los otros quieren para mí, o hago lo que me dé la gana. Las dos no se puede.
Pero las niñas buenas nos quedamos en carreras mediocres, que no nos hacen felices, o cuya cuota de felicidad no compensa los sistemas nerviosos rotos. Las niñas buenas nos sacrificamos. Las niñas buenas buscamos excusas para quedarnos. Las niñas buenas tenemos gastritis, colitis y otras itis. Las niñas buenas vamos al doctor y nos dicen que lo que tenemos es estrés.
¡Las niñas buenas tenemos que parar!
Me encantaría decirte que allí acaba todo: que cuando decidís darte tu tiempo y mandar los consejos no solicitados al carajo, todo es más sencillo. Pero como aquí no estamos para mentiras, te cuento que cuando decidís parar, hay otras cosas qué resolver. Muy pronto te ahoga no tener una rutina endilgada por alguien más, dictada por un trabajo, una maternidad, un servicio social. (¿Es esto una adicción?, me pregunta mi amiga H. unos días más tarde)
Sin embargo sé que soy afortunada. No me alcanzan los dedos de las manos y los pies para contar a las amigas que han estado allí apoyándome en cada momento de indecisión. Ahí siempre está Romi, recordándome que está bien descansar. A mi lado siempre está M., diciéndome cuánto confía en mí. Pero el camino de decidir por vos, de seguir tu instinto, de priorizarte a vos, está lleno de incertidumbres.
Hoy, por ejemplo, te escribo desde mi sofá con un insomnio del carajo que me atacó hace ya dos horas: ayer terminé una entrega importante de mi último trabajo fijo. Por fin soy libre para dedicarme a escribir más tiempo, sacando provecho de todo el esfuerzo que acumulé por años para poder tomarme esta pausa de la industria. M. lo celebró con un bailecito. Yo me hundí en el remolino de la ansiedad.
Mi segunda serie favorita se llama Fleabag y, como Jane the Virgin –aunque con mucho más humor negro– también sigue la vida de una mujer con sus múltiples desgracias, rebeldías e ilusiones. Fleabag, en una obra maestra que es la escena del confesionario, llora y le suplica al padre que le diga cómo vestirse cada día, qué comer, por quién votar, qué chistes hacer, qué tiquetes comprar.
I feel you, sister.
No sé si te ha pasado, pero a veces solo quiero eso: que me vuelvan a decir qué hacer. Que me instalen una flor blanca en la psiquis y me conduzcan por el destino que alguien más escoja. Que otra vez me expliquen cómo ser: ser obediente, buena, dulce, fácil, tranqui. ¿No sería todo más fácil, más limpio, más certero?
La abuela de Jane tenía un trauma: su hija había quedado embarazada a los 16 y no quería que su nieta repitiera la historia, así que recurrió a la flor. Mi abuela tuvo que usar la virginidad como escudo ante los abusos propios de la época, ¡sin duda me instalaría el mismo escudo de castidad a mí! A mi amigo lo había dejado la novia por irse a la capital, así que me dio el mejor peor consejo que se le ocurrió: “No se haga zorra”. Mis colegas han pasado momentos de angustia en países ajenos y con una familia a cuestas, por ende la urgencia.
¿Cuántas veces caminamos por un camino trazado por los miedos de otros? ¿Es la vida eso que sucede mientras te sacrificas por traumas ajenos?
Ya son las 4 a. m. y debería volver a la cama, pero te digo una cosa más: después de mucho tiempo combatiendo esos miedos (esos traumas míos y de otros) he decidido hacerle caso a esa pequeña voz interior que, aperezada, ha comenzado a despertarse de un sueño eterno. Esa voz me dice que escriba.
Rosa Montero cuenta en su libro La loca de la casa que a los escritores les (¿nos?) habla una voz al oído contándonos la historia de nuestro siguiente libro. ¿Será esa la que yo escucho? Mientras lo averiguo, he tomado la decisión, quizás por primera vez en mi vida, de obedecerle a ese impulso que viene más de adentro que de afuera. No sé si volveré a caer en la maquinaria de la industria —tarde o temprano volveré a necesitar el dinero o el reconocimiento, ¿no?—, pero como sea, defenderé con los dientes mi derecho a dejar de ser una niña buena. Ya veré cómo lidio con el insomnio.
100% niña buena y 100% harta! Gracias por este artículo, me sentí súper identificada. Para mí parar significa empezar a escuchar mi propia voz y hacer oídos sordos al barullo externo. Mi herramienta es el método que enseño (DeRose Method) y mucha paciencia 🙌🏼 Un abrazo para las dos 💗
Que belo texto! 😍 Também, por aqui, a aprender a deixar de ser uma menina boa. É um processo. Vamos conseguir!