Fue culpa mía, por haber pateado mal
Fue culpa mía, por no atajar el penal
Fue culpa mía, por no pasártela a tiempo
Fue culpa nuestra, este vestuario en silencio
El correo cae, sin mucho aspaviento, en la carpeta de notificaciones. Se esconde allí unos días hasta que yo, que espero el resultado un poco ansiosa, lo encuentro. No hay nada en el cuerpo más que “la decisión sobre su aplicación está disponible”. Hay que dar clic en un enlace. Me pide usuario y contraseña. Obviamente se me olvida la contraseña. La que guardé no sirve. ¡Ya córtenla con la tortura! Toma unos minutos eternos resetearla, llevar el clic hasta los “updates” y recién allí enterarme.
No me escogieron.
“Lamento escribir que no será posible ofrecerle una posición en el fellowship en esta ocasión”.
Retiro los ojos de la pantalla con el ego roto y la culpa viva.
“Tuve que haber publicado más en los últimos años”
“Tuve que haberme preparado mejor para la noticia”
“Nunca debí cambiar de industria”
“Tuve que haber desistido de aplicar”
Hago como que no me importa. Me tomo algo caliente (te dejo imaginar si un whiskey o un café). “De por sí yo ya me olía que no me lo iban a dar”, me digo, apagando el cerebro un rato. Pero los duelos, si no se viven en el momento, salen a cazarte hasta que te encuentran de nuevo.
Cuatro días después me llega otro correo. El segundo rechazo de la semana. “Hemos decidido no avanzar con tu candidatura en esta ocasión”, me dice amablemente quien soñé que podría ser mi jefa. La reacción proporcional debería ser similar a la anterior, pero esta vez mi marido está en casa y, por algún motivo hormonal cuya explicación desconozco, se me deshacen los ojos en agua y me dejo caer sobre el desayunador en un gesto hiperdramático del que ni yo sabía que era capaz.
Una desolación ardiente me rebota en las paredes del esófago. “¡Esta ciudad me odia!”, le digo, todavía sorprendida de mi propia reacción exagerada, azuzada por la mirada verdeoliva, expectante, de M.
***
No te cuento todo esto para que te preocupés por mí.
Es que creo que no hablamos suficiente de los rechazos. Es que creo… creo que hay suficiente gente compartiendo sus grandes logros. Sus recetas para el éxito. Incluso sus fracasos, o sus obstáculos, pero solo cuando ya los superaron y tienen una gran moraleja al respecto. No hay suficiente gente contándote cómo se siente vivir sus desventuras cuando todavía no las tienen para nada resueltas, cuando todavía les torturan por las noches.
Hoy, mientras hablaba con Romi sobre la conexión honesta que hemos generado con vos, pensé que no tenía más remedio que contártelo desde acá, desde donde lo estoy viviendo (si no, esto sería una newsletter de recetas para el éxito y la verdad prefiero volver a escribir sobre remedios contra hongos en las uñas).
Así que aquí va, tan crudo como estar viva. En los últimos meses:
Me han rechazado de cuatro trabajos y un fellowship.
Postulé a una organización que me pidió hacer tres ejercicios y luego escogieron a alguien con más experiencia.
Un editor me aprobó un pitch para una revista influyente, hice las entrevistas y, cuando entregué el avance, me ghosteó por siempre.
Me pidieron un pitch sobre un proyecto que me ilusionaba y luego me dijeron que no tenían fondos.
Una editora a la que conocía bien me pidió que le enviara ideas de historias. Le envié tres. Nunca me contestó.
Mi currículum es diverso, profundo, extenso. No voy a rezar el trisagio de mis logros, pero son muchos y estoy orgullosa de ellos. Me recomiendan editoras y académicos de medios, universidades y organizaciones buenas en al menos dos grandes países del mundo (a quienes además tengo la dicha de llamar amigos). Y sí, Nueva York me ha dicho que no una y otra vez. Así son las cosas. Normalicemos el rechazo. Le pasa a todo el mundo.

Después de largos minutos de un drama que mi subconsciente sacó de las novelas de Televisa, M. me convence de que trabajemos un poco en mis rutinas para escribir. No me dice que todo en la vida pasa por algo. No me insiste en que soy buena en lo que hago, que solo tenga paciencia, que un día alguien... No me sale con el cuento de la resiliencia, de que seré más fuerte mañana, de que soy valiente. Solo me dice que me levante todos los días, haga unos saludos al sol o mueva mis estructuras óseas como mejor me parezca, y me siente a trabajar en lo que quiero y en lo que me gusta.
“Y aplicás a trabajos pensando en que son solo eso: trabajos”, me dice.
En otro post, Romi y yo te contaremos cómo nos sostuvimos financieramente durante esta pausa, porque claro: en algunos casos encontrar un trabajo es una operación arroz y frijoles urgente. En el nuestro, afortunadamente, aún no lo es.
Me seco los lagrimones de cocodrilo. Es sábado. En vez de un vino, abrimos un OneNote y armamos un horario para escribir, otro para enviar propuestas y postulaciones y otro para descansar. Su propuesta es que me acostumbre al rechazo, que lo absorba como parte de mi vida. Me propone una meta: no cambiaremos de método hasta que no me hayan dicho que no al menos 25 veces. Acepto.
Miro a M. con la luz primaveral de las 6 p. m. derritiéndole los mechones castaños y pienso, sin sobreanalizar las consecuencias de ser demasiado cursi, que M. es una especie de golden hour en mi vida. Es como si a su lado me pudiera tomar selfies interminables de piel dorada y cachetes ruborizados y siempre saliera linda, a pesar de los espantos de la vida cotidiana.
La gente golden hour te pone a brillar sin hacerlo evidente. Sin decirte “te voy a hacer brillar”. Solo están allí, te prestan sus rayitos, te pasan un espejo.
Entonces recuerdo que en los últimos meses también:
Mis amigos me recomendaron con sus amigos para que me guíen en esta ciudad loca.
Una artista a la que admiro me ofreció ser parte de su proyecto.
Mis amigas no han dejado de enviarme cariños y memes.
Una persona a la que amo sobrevivió a algo muy duro.
Las muchachas del Young Center me enseñaron cómo acompañar a niños migrantes sin documentos, como voluntaria.
Terminamos de planificar. M y yo cambiamos el OneNote por un vino y nos echamos al sofá a vernos las caras y a leer unas New Yorker. Pienso que de allí, seguramente, alguna vez, también me rechazarán. Pero eso significará que habré escrito un texto que me guste tanto que lo habré querido enviar a la New Yorker. Y eso no será suficiente… pero será un montón.
***
Si es la primera vez que nos lees, estos son cinco de nuestros textos:
🍃Episodio #5. Mi carrera, mi todo
🍃Yo también fui una niña buena
🍃Por qué decidimos tomarnos una pausa
Gracias por hablar de esto
¡Me encantó! Lo he vivido y lo he presenciado en distintos contextos y escalas, pero en el fondo, es el mismo sentir. Pienso que el ejemplo se puede extrapolar a las amistades, el amor, la maternidad, la salud, los emprendimientos y las tantas facetas que tiene la vida... Sin embargo, por el lado amable, esos desafíos nos hacen más humildes y empáticos, nos ayudan a crecer de manera integral y a ver el mundo con otros ojos.
Gracias por compartirlo, Mari. Solo le puedo desear lo mejor, pero desde ese discernimiento entre lo que socialmente se considera "éxito" y lo que para usted verdaderamente signifique plenitud.
¡Me alegra mucho que tenga un compañero de vida que desde el amor le brinda ese apoyo tan valioso!