En estos días saqué un cuaderno ajado de una maleta chueca y lo abrí rápidamente para ver si era un journal o una agenda. Estaba buscando qué bolsas traerme a un viaje a Europa y me di cuenta de que todavía quedaban pequeñas trazas de nuestra mudanza a Nueva York debajo de la cama.
Allí dejamos fotos sin portaretratos, equipaje a medio deshacer llenándose de pelusas, maletas sin ruedas o con zípers destruidos que no sobrevivieron al viaje transatlántico. Cosas, muchas cosas merecedoras de una digna sepultura que nosotros hemos sido incapaces de darles. Me pregunto si en algún momento dolió demasiado, como si terminar de desempacar fuera la sentencia definitiva de nuestra mudanza, el punto de no retorno. O quizás simplemente nos cansamos de acomodar y las dejamos por ahí, para después.
En todo caso, ese después llegó justo el día en que regresábamos —en un viaje de trabajo— a Reino Unido y Europa. Abrí el cuaderno para ver qué decía, si contenía listas de supermercado o quejas sobre cómo el desalmado de M. me despertaba a las 5 am cuando se iba al gimnasio. Era algo bastante más inesperado.
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Viví en Londres lo suficiente como para acostumbrarme al shock de la temperatura corporal al entrar al tube —hasta decirle tube y no metro ni subway ni underground ni tren.
Estuve allí hasta decir “voy al Boots” en vez de “voy a la farmacia” o “nos vemos en Gail’s” sin pensar en otra cafetería.
Me acostumbré a que todos los buses son de dos pisos, rojos y eléctricos, a caminar largas distancias como parte del día a día y hasta a pagar impuestos para mantener a un rey (!!!)
El año pasado nos mudamos a New York por todas las razones que en ese momento consideramos correctas, pero siempre recordamos con ojos aguados nuestra vida apacible de Londres, nuestras idas al pub para hacer sesiones de planificar la vida los domingos, a nuestro pulpero Sean, a quien le comprábamos huevos, leche de avena y sosteníamos charlas sobre el clima y las vacaciones... Y entonces nos cuesta mucho no preguntarnos qué carajos hacemos en esa Nueva York ingrata y ruidosa, por qué nos mudamos a ese país en decadencia política y en qué momento dejamos atrás nuestros años en el reino.
A veces pienso que migrar me ha convertido en una adicta a la nostalgia y al anhelo, a extrañar lo que ya no tengo, a anhelar el día en que lo vuelva a tener.
Así que esta semana estoy de regreso en UK, en un viaje por mis nostalgias y mis anhelos.

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Te escribí las primeras líneas de este texto desde un tren de Londres a Brighton, esa primera ciudad a la que migré en el 2020.
Mi amiga A., a quien conocí en esa época, sacó el día libre para pasarlo conmigo y allí, tiradas en las piedras de la playa, tuvimos una de esas conversaciones dolorosas y sanadoras que solo se pueden tener con las amigas más íntimas. Allí inhalé el tenue olor a mar del canal de la mancha, nos tomamos la foto obligatoria frente a la casa en que vivimos juntas y me reí de lo inevitable: el ataque de las gaviotas a un pedazo de fish and chips abandonado.
Es cierto que no siempre hace falta agarrar todo el cuerpo y moverlo al otro lado del mundo para transformarnos. Supongo que a veces basta con subir un cerro, empezar una nueva rutina, terminar esa relación que no daba para más, empezar una nueva, tener un hijo... pero en aquel Brighton encerrado en la burbuja pandémica del 2020, yo descubrí que podía ser otra persona —otra periodista, otra profesional, otra amante, otra novia, otra amiga. Allí aprendí a detectar banderas rojas académicas y amorosas, desde compras públicas corruptas hasta británicos guapos con miedo al compromiso. Y allí, por algún motivo, regreso siempre que tengo dudas sobre quién soy y qué carajos estoy haciendo.
Es inevitable. Migrar constantemente hace que nos olvidemos de versiones pasadas de nosotras mismas. Versiones más o menos maduras, más o menos independientes, más o menos seguras.
Quizás por eso siento que tengo que ir dejando migajas de pan en cada esquina en la que recuerdo haber sido plena, como para encontrar el camino de regreso.
Volver a esta isla, a este reino, a esta porción de seafront en Brighton se siente como ir detrás de esos pedacitos que fui dejando repartidos con los años.
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De regreso en Londres le dije a Romi que no recordaba la última vez que me sentí así de feliz. Hace un sol de 24 grados centígrados y Londres huele a jardín, a ropa secada al sol, a césped recién podado. Sale el sol y yo, irremediablemente, romantizo la ciudad –que es decir: romantizo mi pasado– a niveles insoportables: fui al Boots a mirar a la gente que ahora tiene mi vida, me quemé la lengua con un café de Gail’s, me subí en un bus rojo que avanzaba mientras yo ascendía al segundo piso, abracé el vaho caliente del tube.
Y sin embargo la frase del cuaderno me sigue dando vueltas en la cabeza.
Te contaba que estuve esculcando mis maletas para ver cuál de todas todavía servía. Ese día volábamos tarde y no empaqué hasta último momento, quizás por descuido pero también, creo, por un temor latente: sentía como si me preparara para pasar una noche loca con mi exnovio, a sabiendas de las consecuencias. Como si no tuviera derecho a sentir ilusión: volver temporalmente a los lugares en los que fuiste feliz también puede mostrarte la amargura de no poder regresar a ellos.
Y entonces abrí el cuaderno y me saltó una frase con fecha de mayo del 2024: “No puedo esperar a mudarnos a New York”.
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No te perdás nuestras entregas pasadas:
https://open.substack.com/pub/marguga/p/idealizar-es-flojera-emocional?r=57lrmx&utm_medium=ios / cuando leí este pensé que de alguna manera estos textos “conversan”
Siempre que te leo lloro porque me veo reflejada en cada cosa que escribes, y también me da una paz no saberse sola. También lloro porque le pones palabras a pensamientos que nunca termino de formar, como eso de volverse nostálgica a partir del 2020.