Fue hace poco más de dos años. Instagram me pedía confirmar que la cuenta era mía y para eso tenía que seguir una serie de pasos, entre los cuales estaba tomar una foto de mi cara y subirla. Desde hacía ya un buen rato venía pensando en irme de la plataforma. En realidad, ahora que lo pienso, creo que me fui yendo de a poco, como quien cierra la puerta sin hacer mucho ruido.
Unos años antes había desactivado las notificaciones en el teléfono. Con el paso del tiempo también saqué la app del celular y solo podía entrar por la computadora que usaba para hacer cosas que no eran del trabajo.
Al primer aviso, le siguieron un par más, hasta que me dieron un deadline claro. Si en diciembre no enviaba la información, mi cuenta cerraría para siempre. El mensaje no logró hacerme salir de mi letargo. El día llegó y mi Instagram se fue para siempre.
Ya no me entero de los casamientos ni de los embarazos, no sé a dónde se va la gente de vacaciones (casi siempre a lugares paradisíacos) ni veo qué comen durante sus fines de semana. Tampoco soy testigo de todo el éxito (?) de otros. Como le digo a mis amigas, “Ya no consumo vidas ajenas”. Es cierto, eso me deja afuera de muchas cosas y de contenido que sí me interesa. Hay personas que usan sus redes para trabajar y allí comparten proyectos, artículos o eventos súper interesantes sobre los cuales me gustaría saber más. Pero en toda elección, algo siempre se pierde y ese es el precio que pago por estar afuera de las redes (y de a poco, del teléfono).
Nuestra generación (la de los que nacimos antes del 95’) es probablemente de las últimas que, cuando éramos chicos, salíamos a jugar en el barrio y nos quedábamos afuera hasta que alguien venía a avisarnos que ya era la hora de la cena. A nuestros padres no les gustaba que pasáramos tantas horas mirando la tele y nos decían: “Salgan al patio o con amigos”.
Esa TV no tenía un control remoto que nos ayudara a pasar de YouTube a la tele o Netflix en cuestión de segundos. Nada de eso existía.
El primer aparato que tuvimos en casa tenía un palito amarillo que nos ayudaba a regular los colores de la pantalla. Si la imagen se veía mal, teníamos dos opciones: darle unos golpecitos desde los costados o tratar de mover para un lado y para el otro eso que se llamaba antena hasta que la imagen mejorara.
Por aquel entonces las fotos se sacaban con una cámara Kodak y no sabías si ibas a salir con los ojos cerrados hasta que se revelaban. Imagínate no poder editar nada. Del instante al papel, sin escalas. Además, teníamos que tener cuidado para que al rollo fotográfico no le diera el sol porque podíamos perder todos los recuerdos y si había varios rollos en tu casa llegaba el punto en el que no sabías de qué vacaciones o evento eran. Todos se veían iguales. A eso súmale que en un momento regalaban llaveros de rollos fotográficos y todo se hizo mucho más confuso aún.
Los domingos salíamos a la puerta de casa a eso de las nueve para recoger el diario que nos habían dejado temprano. Si llovía, nuestro repartidor lo metía en una bolsa para que llegara intacto a la mesa. El diario era el elemento indispensable para arrancar el desayuno en familia. La excusa perfecta para agarrar tu sección preferida mientras tomabas mate y comentabas las noticias.
Cuando queríamos comer pizza y empanadas íbamos al local del barrio y todos los vecinos esperábamos pacientemente a que llegara nuestro turno. No había app para pedir y solo en algunos casos encargabas la comida por teléfono. No era la costumbre de la época.
Los fines de semana, el gran acontecimiento era ir al videoclub para alquilar películas que luego veíamos en familia. Papá y mamá elegían una y con mis hermanos teníamos que ponernos de acuerdo para elegir la que restaba. Recorríamos los pasillos del videoclub del barrio, mirábamos las tapas de los VHS y, si nos gustaba alguna, teníamos que ver si aún estaba el cartelito con el número. Eso indicaba que la peli aún podía ser alquilada. No había ningún sistema de reviews online. Si era mala, te enterabas cuando terminabas de verla. Todo estaba librado al azar. A la noche, toda la familia se sentaba a disfrutar de ese momento. A veces alquilábamos más películas de las que podíamos ver durante los tres días del préstamo y corríamos para dejarlas al horario pactado, así no nos multaban.
Teníamos teléfonos fijos en casa, de esos con agujeros por cada uno de los números. Había que marcar con paciencia, esperar que la ruedita diera la vuelta y a veces luchar para desenredar el cable. Esos teléfonos que hoy se venden en los mercados de pulgas porque las personas los buscan para darle un toque vintage a algún rincón de su casa.
Cuando sonaba, con mis hermanos corríamos maratones para atender y ver quién llamaba y a quién. Pasábamos un buen rato charlando con nuestros abuelos que estaban a más de 1.000 kilómetros: “Abu, pásame con el abuelo ahora”, solíamos decir.
Por las mañanas te despertabas con el odioso despertador redondo, en general de metal, con un sonido de campanita aún más horrendo. Esa tecnología no incluía la función “posponer”. No solo no existía ese sistema, sino imaginate volver a escuchar ese ruido terrible dos veces en tu mañana. Ah, y cada tanto llegabas tarde porque había que cambiarle las pilas y no sabías en qué momento te abandonaban.
En aquel momento no existía Spotify y escuchábamos el ranking de canciones en la radio esperando que pasaran nuestro tema preferido para apretar las teclas de Play y Rec al mismo tiempo y grabar el tema para un viaje en auto durante las vacaciones. Sí, nunca sabías cuándo iba a venir tu canción y con mis hermanos nos turnábamos para estar seguros de que íbamos a engancharla en el momento justo. Era como un Spotify gratis, sin suscripción premium. Si el cassette no se escuchaba bien, lo revisábamos para ver si tenía polvo en la cinta y lo soplábamos para remover cualquier rastro de tierra.
La vida en ese entonces era lo que ocurría por fuera del teléfono: un rompecabezas de momentos donde lo habitual era estar presente, donde todo sucedía en el barrio y donde todo lo cotidiano tenía su encanto.
Teníamos esas pausas diarias en las que conectábamos con las personas que nos rodeaban preguntándoles cómo estaban o sacando el tema más trivial de todos: el clima. ¿Quién no habló alguna vez del calor o el frío que hacía en la ciudad en un encuentro casual en al ascensor donde había que sacar charla por tres pisos? En ese entonces había una red social más popular que Instagram: el cara a cara. Ahí te contabas lo bueno y también lo malo (o hablabas del clima como meteorólogo experto). Nada era perfecto y por eso todo lo era.
Hace poco pasé por un local de celulares y vi algo muy similar al Nokia 1100 de nuestra época. La tecnología de moda cuando recién salían los celulares. El aparato que te permitía hacer llamadas y que sólo mandaba mensajes de texto. Sin apps, sin Internet, sin Instagram. Un celular que solo era un celular y no el lugar en el que transcurría la vida.
¡Hasta el próximo jueves!
Me encantó muy cierto creo que estábamos más conectados humanamente, y ahora la tecnología nos hace creer que lo estamos...