Las horas extra
¿Me quieres dar otro premio por no cobrar mi esfuerzo desmedido? Por Mafe.
De niña siempre se me olvidaba hacer los trabajos extraclase. Mi madre nunca ejerció una maternidad preocupada, de esas que le dedican la vida a que sus crías aprendan cosas de la escuela como las fechas patrias o la tabla del nueve (que por cierto, todavía me cuesta. Gracias, mami). Por ende, tampoco me revisaba los cuadernos para ver si tenía tareas, exámenes o trabajos especiales de esos que te costaban el 10% del promedio final. Desde que tengo memoria, se liberó de esa responsabilidad y me la endilgó enterita, alegando que ella tenía mucho qué hacer y que yo solo tenía que ir a la escuela. Una mujer sabia, mi madre.
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Sin embargo la hija le salió despistada, así que de los trabajos extraclase me acordaba a las 9 p. m. del día anterior al deadline o ya en la buseta escolar que me llevaba a la escuela por las mañanas, cuando mis compañeras hablaban del mentado trabajo y yo me quedaba fría como un muerto, pensando en qué excusa inventarme.
En el mejor de los casos, mi madre y yo terminábamos clavadas hasta la medianoche tratando de descifrar lo que quiso pedir la maestra en tal o cual caso. Sin chat GPT ni internet, recurríamos a la vecina –que también era maestra– para que nos explicara conceptos que yo no sabía en cuál cuaderno había anotado. En el peor de los casos, tocaba llorarle a la maestra.
(Te tengo que decir que el despiste me ha obligado a tener una capacidad de resolución, una espontaneidad y una habilidad para pedir favores que no hubiese desarrollado de otra forma.)
Lo más curioso del caso es que las quejas que recuerdo de mi madre no eran tanto por mi despistado sentido de la responsabilidad, sino porque nos pusieran a hacer tareas después de pasar en la escuela seis o siete horas al día. ¡A quién se le ocurre!
Todo esto me viene a la mente mientras leo “Fuego en la garganta”, un libro tan entretenido como misterioso que escribió la autora española Beatriz Serrano y que le mereció ser finalista del premio Planeta 2024.
“No comprendo por qué –dice la madre de Blanca, la protagonista– pasando ocho horas en la escuela, tiene que venir luego a casa con cosas por hacer, y lo he comentado en más de una reunión escolar. ‘Ustedes a lo que se tienen que dedicar es a enseñar a mi hija, no a adoctrinarla para que se haga una borrega a la que le parezca normal hacer horas extra”.
Mi madre se habría llevado muy bien con la madre de Blanca.
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He pasado los días más bonitos de mi vida en Valencia, con Clau. Tenía planes de escribir un montón, de aprovechar mis días de desconexión para ordenar mis ideas sobre el libro, para empezar a crear el esquema que debo tener listo en agosto, según mi propio calendario. “Te preparas para el fracaso”, me diría Amanda, riéndose. Efectivamente: en vez de escribir, me la pasé haciéndole cosquillas en la panza al Mauro, dejando que me chupeteara toda la cara y lavándomela solo para que me acribillara a lengüetazos otra vez.


Cada vez que Clau y yo veíamos a alguien y me preguntaban qué había hecho durante todos esos días en Valencia, llenaba el silencio con las actividades más destacables: ir a un castillo, visitar un pueblo, ir a la playa. Lo que de verdad tuve que haberles dicho es que he vivido, y que me he dado cuenta de que eso es suficiente.
Que me he levantado y me he tomado un café con mi amiga a la que nunca puedo abrazar ni tocarle su pelito sedoso, y que eso ha sido suficiente.
Que nos hemos ido juntas a pasear por el extenso parque del Turia sin horario ni expectativas y que al regresar hemos mirado la tele mientras nos comemos una pasta a la carbonara, y que eso ha sido suficiente.
¿Por qué tendríamos que haber hecho más? ¿Qué es esta obsesión con aprovechar el tiempo para hacer cosas relevantes o importantes? La madre de Blanca tiene razón: nos adoctrinaron para hacer horas extra en todo.
De todo esto reflexiono mientras escucho un pódcast de la misma autora. Arsénico Caviar me lleva constantemente a reirme duro y sola como si estuviera loca mientras recorro el pasillo de un supermercado, camino por un parque o busco asiento en el subway de New York (donde absolutamente nadie más se ríe).
En el pódcast, Serrano conversa con Guillermo Alonso sobre “los sentimientos que mueven nuestras vidas” y se burlan absolutamente de todo el mundo, en especial de ellos mismos. En el fondo son un par de escritores punzantes y súper leídos que dan las mejores recomendaciones sobre pequeñas piezas literarias que de otro modo yo nunca encontraría.
En uno de los episodios traen este pedacito de un texto precioso de Carmen Martín Gaite con el que me identifiqué profundamente. Cuando muere su amigo Ignacio Aldecoa, con quien aprendió a interesarse por el mundo de los humanos más que el de la academia, ella le recuerda así:
“Abandonados aquellos remordimientos de buena estudiante que piensa que pasear y beber vino y oír historias es estar perdiendo un poco el tiempo, rota aquella barrera de superioridad y pena con la que al principio les miraba a pesar de que me eran muy simpáticos, se me fueron desbaratando los buenos propósitos (...) Pronto me acostumbré a considerar que aquella gente era mi gente de Madrid, a habitar el tiempo y el ritmo que ellos habitaban. Fui deponiendo reservas y remordimientos, me enseñaron a mirar las cosas despacio, a interesarme por la gente”.
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En estos días, mi amiga O. me preguntó cómo estaba llevando el tema de la no-productividad. No recuerdo qué le respondí (lo cual no es ninguna sorpresa), pero la pregunta me ha ido abriendo grietas cerebrales que se han ido poblando de ramitas nuevas de plena primavera.
¿Cómo llevo la no-productividad? La llevo bastante mal, querida O. La llevo como si fuera una enfermedad crónica. Como si tuviera pulgas y me diera vergüenza contagiar a otros. Como si estuviera el 100% del tiempo en el banquillo de los acusados y del otro lado solo hubieran mini-yos apuntándome con un dedo como en una pesadilla después de comer mucho queso.
Me siento como si constantemente me estuviera olvidando de hacer el trabajo extraclase.
Lo que no te conté más arriba es que, pese a la falta de castigos de mi madre, a mí me agobiaba muchísimo fallarle al sistema educativo. Quizás por el complejo de hija única, me sentía como una pieza indispensable, una alumna ejemplar que siempre tenía que dar “la milla extra”. Y aunque despistada, siempre estudiaba un día antes y lograba buenas notas. Había que quedarle bien al sistema.
“Fuego en la garganta” se ubica precisamente en Valencia, desde donde leí una buena parte del libro. Un día, la madre de la protagonista decide espontáneamente llevarla a la playa en vez del cole. Narra en su diario que la niña está tan feliz, que ella se cuestiona si la infancia no debería ser más fantasía y juego y menos colegio y deberes. Al sacarle todas las clases del día pareció como si a Blanca “la acabase de liberar de un pelotón fusilamiento”, dice. Y concluye: “A veces siento que estamos criando a pequeños oficinistas”.
Para mí, esa crianza te determina el resto de la vida. Tuve una profesora universitaria que insistía cada vez que podía en que los (buenos) periodistas no mirábamos el reloj, que recoger las cosas a las 5 p. m. era casi un pecado capital y que las salas de redacción premian el esfuerzo y la entrega (o lo que es lo mismo: el agotamiento y las horas sin dormir).
Le creí —porque en el fondo, sigo siendo una niña buena— y más de cinco años después de salir de la universidad, todavía me encontraba a mí misma un miércoles cualquiera trabajando hasta la medianoche para poder entregar un reportaje larguísimo al día siguiente. No me culpo: desde que estoy en el prekínder que hago horas extra sin chistar.
¿Que cómo llevo esto de no ser productiva todo el tiempo? Lo llevo como si, por primera vez en la vida, me estuviera dando el chance de ser una alumna rebelde, de sacarme malas notas, de hablar en clase, y de saltarme algunos extraclase sin demasiadas culpas. De a pocos, con mucha paciencia y observación, también he aprendido a disfrutar mucho más de los recreos, a, como diría Carmen Martín, ir soltando mis reservas y remordimientos y “a mirar las cosas despacio”.
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